martes, 13 de febrero de 2024

Monja Medieval

 



        Tuve recuerdos de haber sido una monja en una época medieval. Ella estaba sentada en un cuarto de claustro muy pequeño, de altas paredes y una ventanita muy pequeña casi en el techo. Ella vestía un hábito blanco con velo. Tenía unos 70 años, era muy blanca y arrugada, pero lo que más me impacto fue el odio por ser monja. Su vida se desplegó ante mis ojos. Yo era la hija pequeña de una familia noble medieval. Mis padres decidieron que yo debía ingresar al convento. Yo no quería pero tuve que obedecer. En el convento me enamoré de un seminarista del cual salí embarazada.

     Reconocí a la madre superiora del convento, es mi madre en mi vida actual. Ella me convence de abortar. Me dice que mi familia me va a desheredar, que voy a tener que prostituirme para mantener a mi hijo, que el seminarista no va a dejar el seminario para casarse conmigo, y que, ya cometido el pecado, lo mejor que podía hacer era no tener mi hijo y servir a Dios para encontrar el perdón. Así lo hice. Sin embargo, la odie toda mi vida de monja por eso. La culpé de mi amargura, de mi desdicha, de mi desolación.

     Cuando estas memorias  se hacen presentes comprendo lo difícil de la relación con mi madre. Tengo problemas con ella desde muy temprana edad. Estos problemas se intensifican cuando comienzo a experimentar con otras religiones y a discutir temas filosóficos, religiosos e ideológicos en mi pre adolescencia. Nunca podíamos estar de acuerdo en nada y yo experimentaba una rebeldía incontenible. Cuando emergen estas memorias surge un odio que nunca antes había experimentado. Lloré amargada y llena de rabia 2 días seguidos.

     Al tercer día me desperté de golpe en la madrugada y en meditación comprendí que nunca fue ella la causante de tanto dolor. Que yo, aquella monja medieval, era una cobarde. Fui yo quien no supo decir que no, ni hacer valer mi postura. Tuve miedo al castigo, a la pobreza, a la vida. No me opuse a mi familia por miedo. Me victimicé, me entregue a la voluntad de cualquier otro menos a la mía. Todos eran culpables de mi desgraciada vida. El seminarista por cobarde, la madre superiora por impositora y dictadora. Mi familia por obligarme a hacer algo que yo no quería. Y yo... pobre de mí...

     Lo vi con tal claridad que el perdón fue instantáneo. Básicamente porque me di cuenta que no tenía nada que perdonarle a nadie, sino a mí misma por mi cobardía, mi pasividad, mi silencio. A partir de esta experiencia la relación con mi madre cambió como por arte de magia.  Sí, somos muy diferentes y sí, tenemos sistemas de creencias diferentes. Las dos estábamos atascadas por mi negativa a perdonarla/perdonarme. Al ocurrir esto, a las dos se nos han abierto los caminos de nuestra evolución, cada una bajo sus premisas, dentro de sus ideas. 

     Esta experiencia fue y sigue siendo la base fundamental del desarrollo de mi trabajo. Comprendo con el alma, con el corazón, con mi mente, con todo mi ser que recordar vidas pasadas es una herramienta útil, viable, utilizable y confiable para la comprensión de nuestra misión en la resolución de nuestras deudas kármicas.

     Me di cuenta cómo la claridad en el origen de sentimientos incomprensibles agarraban forma y se transformaban en memorias manejables donde el perdón, la aceptación, la integración de estas memorias me permitió encaminarme hacia la sanación de una relación que permanecía en una zona gris donde siempre inevitablemente surgían bloqueos, conflictos, sensaciones desagradables de las que nunca pude responsabilizarme hasta que comprendí de dónde venían.

     Fue revelador ver como decisiones que tomé en un pasado remoto afectaban y bloqueaban constantemente mi presente, y absolutamente asombroso cómo cuando acepté y me di cuenta que fueron mis propias decisiones las que me llevaron a donde terminé, dejé de culpar a otros de mis desgracias. Se desatan nudos kármicos. 

Maria Eugenia Mantilla

Hipnoterapeuta

 

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